Hay seis novelas que marcaron mi vida de joven escritor: Tres tristes tigres, Cien años de soledad, Rayuela, La ciudad y los perros, Paradiso y Cambio de piel.

La novela de Cabrera Infante fue la primera que leí cuando acababa de publicarse en La Habana y por puro azar. Dos cubanos se presentaron a mi casa una noche de 1967 a visitar a mi tía Mona y se pasaron toda la noche hablando del roman à clef que acababan de leer, divirtiéndose con el juego de identificar a los personajes que ellos habían conocido en Cuba. Cuando Manolo Carrerá y Alicia Agramonte se despidieron, me dejaron prestada la novela que devoré en las semanas siguientes. Yo tenía dieciocho años y estudiaba primer año de medicina en la Universidad de Cartagena.

Unos meses después, a comienzos de 1968, pude adquirir uno de los primeros ejemplares de Cien años… y su complicada estructura, recurrente laberinto y prosa abigarrada me mostraron el mundo alucinante de mi propia tierra Caribe, desbordante, exagerada, exuberante y desmadrada.

El 9 de diciembre de 1968 en Nueva York, un amigo quiso regalarme un libro de cumpleaños y después del trabajo le dije que fuéramos a la única librería en español que había en Nueva York, en un segundo piso de la calle 23 con la avenida Lexington. Antes de viajar a Nueva York en octubre de ese año, había leído los primeros cuentos de Cortázar y sabía de la existencia de esa novela porque García Márquez había incluido a un personaje en Cien años… con el extraño nombre de Rocamadour. No vacilé un instante y le pedí a Carlos Ordóñez que me regalara Rayuela, la novela rompecabezas a caballo entre dos continentes, que releí varias veces de todas las formas posibles y que me enseñó el arte de la narración coloquial y el mundo misterioso de Berthe Trépat. Ese día cumplía veinte años.

Ya de regreso a Barranquilla en 1970, el “boom” estaba en pleno apogeo y las novelas pasaban de mano en mano entre los grandes amigos de esa época. La ciudad y los perros me arrastró con su lujuria verbal y la marabunta de su estilo. En esos días estudiaba simultáneamente derecho de noche en la Universidad Libre y economía y finanzas de día en la Universidad del Atlántico. Fue en la biblioteca de esta última donde encontré un ejemplar de Paradiso, la novela que, gracias a Cortázar, Fidel había accedido a publicar. Su trama homosexual envuelta en una prosa barroca me acompañó durante dos meses de 1971 en los que mis estudios por poco se fueron a pique.

A Carlos Fuentes también había llegado en 1967 por recomendación de mi gran amigo Carlos Manuel Palacio. Ese año leí su primera novela, La región más transparente, que había sido publicada en 1958 adelantándose al “boom”, cuando Fuentes tenía treinta años y se desempeñaba como diplomático de carrera. Novela perfectamente construida, con una visión panorámica de la vida citadina, donde los múltiples personajes se encontraban y desencontraban con precisión de relojero, ante mí se enfrentaba ésta a la novela vorágine de Cabrera Infante que canibalizaba todos los géneros y producía una “nueva novela”, cuyo lenguaje era el principal protagonista. Antípodas y deslumbrantes, La región… y Tres… me descentraron para siempre.

Ese mismo año, en un viaje en un bus de la flota “Brasilia” de Barranquilla a Cartagena de Indias, devoré su novela corta Aura (1962): “Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato”. Hasta ese momento ni siquiera se me había ocurrido que esto podía hacerse, ese narrar en segunda persona en el presente y, a ratos, en un futuro perentorio, que me agarró ineludiblemente desde su primera hasta su última página en un torbellino de horror y repugnancia.

Viví en Barranquilla de 1970 a 1975, años en que leí, finalmente, otros libros de Fuentes: Las buenas conciencias (1959), una novela que me encantó, pues del macrocosmos del D.F. en su primera novela nos llevaba al mundo intimista de dos amigos adolescentes en Cuernavaca, particularmente de su protagonista, Jaime Ceballos, que luchaba contra la moral pacata de una familia y sociedad retrógradas, con quien me identificaba plenamente; La muerte de Artemio Cruz (1962), de una pirotecnia estilística absoluta, la novela mundo, el ojo del huracán, con sus técnicas variopintas y saltos en el tiempo, desde el nacimiento de Artemio a finales del siglo XIX hasta su muerte, un autorretrato contado en primera persona por Artemio desde su lecho de muerte que lleva As I Lay Dying (1930), Citizen Kane (1941) y Rashomon (1950) hasta sus últimas consecuencias (“No, no, no se pronuncia así. Así no se pronuncia. Cro-for, Cro-for; ellos lo pronuncian así”, como un ritornelo en clave menor y en tono de burla, corrige uno de los personajes la pronunciación de Joan Crawford): en su lecho de muerte, Artemio reconstruye su vida, la revolución, la traición de sus ideales, su ascenso al poder, sus amores, horrores y mezquindades; Zona sagrada (1969), una novela claustrofóbica que me recordó el jardín mexicano entre altos muros de Of Love and Desire (1962), con Curd Jürgens y Merle Oberon, donde los protagonistas son una gran estrella de cine y su hijo consentido y homosexual, claras referencias a María Félix y su hijo Enrique (Quique) Álvarez: una novela desmesurada, divertida y grotesca, donde la “Doña” campea cruel y distante como ama y señora (María Félix nunca le perdonó a Fuentes esta “transgresión”), en una versión literaria de la obra cumbre del teatro y del cine pánico de Arrabal y Jodorowsky, Fando y Lis (1955 y 1968, respectivamente), donde los dos enamorados van en busca de Tar – Fuentes, por el contrario, nos muestra la dinámica morbosa entre madre e hijo y sus enrevesadas técnicas para castrar el olvido; y Cumpleaños (1969), otro relato claustrofóbico donde el triángulo viejo-mujer-hijo se confunde en las cambiantes realidades espaciotemporales, donde nada es lo que aparenta ser y el retrato individual, social y existencial se resquebraja en múltiples ofertas.

Un 9 de diciembre de 1972, Alfredo Gómez Zurek me trajo de “cuelga” Cambio de piel (1967). Si La región… y Aura me habían abierto nuevos horizontes a finales de los años sesenta, Cambio… llegó en el mejor momento: que los protagonistas grifos fueran buscando su identidad y conexión con el mundo en un viaje por carretera a Veracruz, escuchando sin parar las canciones de los Beatles, me revelaba una realidad paralela y políglota donde el verbo tomaba posesión del universo. Sus largas y enrevesadas páginas se convertían en una degustación exquisita. Su imprevisible parada en las pirámides de Cholula y su descenso al infierno ritual y violento reconstruyen la confrontación de culturas en el horno de la sinrazón.

En 1975 me fui a la Complutense a seguir estudios de literatura y abandoné el diálogo con los monstruos del “boom”.

Sin embargo, en 1982, cuando cursaba como becario el segundo año de doctorado en literatura comparada en New York University, una de mis obligaciones consistía en participar como coordinador, junto a los otros becarios, del Congreso Mundial de Literatura Comparada que se celebraría en mi universidad. A cada uno de nosotros nos fue asignado un escritor al que debíamos ir a recibir al aeropuerto, acompañarle a su hospedaje en los dormitorios de estudiantes y servirle de guía en su estadía. A mí me tocó en suerte José Emilio Pacheco. Sin embargo, la noche de la inauguración del Congreso, el discurso de bienvenida estuvo a cargo de Carlos Fuentes. Entre bambalinas, nos encontrábamos mis compañeros y yo listos a resolver cualquier problema que surgiese. Anna Balakian, la directora de mi departamento, aprovechó la oportunidad para presentarme a Fuentes. “Le presento a uno de nuestros estudiantes estrella, señor Fuentes”, dijo la doctora Balakian. “Cómo te va, manito”, me dijo Fuentes. Y con la timidez que me caracteriza sólo atiné a contestarle, “Mucho gusto”, y ya el torbellino humano le arrastraba al escenario y al estrado donde dictaría su conferencia magistral sobre El Quijote en un inglés impecable.

Al finalizar la inauguración, había una fiesta privada con profesores de la facultad, escritores y académicos invitados. No hubo forma de convencer al profesor John Chioles, para quien trabajaba de asistente, que me llevara de “colado” a la fiesta. Luego de recoger el escenario, mis compañeros y yo nos fuimos a tomar unas copas en una taberna de jazz vecina en el Greenwich Village.

Cuando me dirigía a tomar el metro rumbo a casa, pasé por la puerta del edificio 1 de la Quinta Avenida. En sus bajos había un bar donde distinguí a lo lejos a Carlos Fuentes, solo y bebiéndose un trago en un rincón de la barra. Dudé un instante, me armé de valor y me le acerqué de improviso. Intenté recordarle que nos habíamos conocido esa noche, pero me interrumpió cordialmente y me invitó a sentarme. Por fin pude decirle cuánto le admiraba y lo que representaban sus libros en mi formación literaria.

En 2002, cuando aún escribía reseñas teatrales, me tocó cubrir el estreno de El tuerto es rey de Fuentes en el Teatro Talía de Nueva York. Como no había vuelto a leer nada de Fuentes en mucho tiempo, mi amigo Patricio Romero me prestó su más reciente novela: Instinto de Inez (2001), con la expectativa de volver a verle en persona esa noche en el coctel después del estreno y retomar nuestra conversación interrumpida aquella noche de 1982 cuando finalmente tuvo que marcharse a tomar su avión de regreso. Esta noche de 2002, desgraciadamente canceló su asistencia a última hora pues había tenido que llevar a urgencias a su esposa.
Ya no le volví a ver más.

Esta semana, con la triste, repentina e imprevisible noticia de su muerte, todo ese remolino de recuerdos y emociones me abrió las compuertas de la memoria: Ixca, Aura, Jaime, Artemio, Claudia, Franz, Javier, Elizabeth, Isabel e Inez danzando en el círculo ininterrumpido de la vida y de la muerte, del descenso irreversible hacia la nada y de su eterno renacimiento en sus obras inmortales.

Nueva York, 18-19 de mayo de 2012
• Publicado originalmente en Red y acción en mayo de 2012 y reproducido en Nueva York Digital el 15 de mayo de 2013