A Mañe Palacio
A Gellver, por insistir en que las escribiera
Mi padre y yo viajamos a los Estados Unidos el 19 de noviembre de 1963. Me habían excusado de asistir a la sesión solemne del Colegio San José que se realizaría ese mismo día, pues debía tomar el vuelo de Pan American con escala en Panamá y Miami como destino final. Para mí finalizaba el tercer año de bachillerato en el colegio de los padres jesuitas de Barranquilla y comenzaba una aventura increíble: presentarme como el “mago más pequeño del mundo” en varios centros nocturnos y teatros de Nueva York. Tenía catorce años.
Luego de presentarme en un nightclub de Orlando, propiedad del actor Peter Lawford, donde compartí escenario con Edward Davidson, el creador de la “Pachanga”, y de vivir la catástrofe nacional debida al asesinato de John F. Kennedy en Dallas a los pocos días de haber llegado, el 22 de noviembre de 1963, mi padre, mi prima Sandra, quien se desempeñaría como mi asistente, y yo tomamos el tren rumbo a Nueva York, donde vivían mis dos hermanos mayores, Randolph y Billy.
Mi empresario en Nueva York, un señor puertorriqueño apellidado Del Pozo, a quien mi papá había apalabrado desde Colombia, nos avisó que me había conseguido un contrato para presentarme en el club latino “Liborio” la semana siguiente.
Y el viernes por la noche salimos de Astoria en el carro de mi hermano Randolph, con todas las maletas de la magia y los discos de mi prima Sandra para hacer la fonomímica, hasta el Liborio. Una vez allí, el gerente nos instaló en los camerinos en donde coloqué mi frac, la mesa, las pañoletas, las cajas y las palomas de mis trucos, mientras Sandra hablaba con el técnico de sonido cuadrando la música y la rutina de sus discos. Mi papá estaba muy contento con esta presentación, mi primera en la isla de Manhattan.
Hasta que llegó esta señora joven, muy alegre y parlanchina, que vino a instalarse en el camerino en el lado opuesto. Lucía una falda muy corta, ceñida al cuerpo, y un peinado con un moño tan alto como un avispero, y muchos collares y pulseras. Fumaba y bebía mientras hablaba, riéndose a carcajadas, saludando a todo el mundo y sintiéndose como en su casa.
A mi papá no le gustó esto para nada, pero al parecer ella era la estrella: mi hermano Billy nos puso al día pues estaba emocionado y nos dijo a Sandra y a mí que ésa era la reina del guaguancó y que se llamaba la Lupe. Yo nunca había oído hablar de ella pero si lo decía mi hermano Billy, que ya tenía dos años por acá y había actuado en una revista musical con Tito Rodríguez y todas las luminarias de la farándula latina, había que creerle.
A mí me tocó abrir la noche y como ya tenía bastante experiencia en el Casino de Cartagena y en los teatros y clubes de la costa colombiana y ahora de la Florida, me posesioné de mi papel y di una función de maravilla. El público me aplaudió y mi prima Sandra salió disfrazada como una niñita con trenzas y se había pintado de negro el diente del frente para que pareciera mueca y así hizo la fonomímica, pero en inglés, y aunque yo no la entendía mucho me pareció muy cómica y al público también.
Cuando regresamos al camerino nos dimos cuenta que había en el ambiente un olor muy raro y nos encontramos a mi papá furioso porque decía que esa señora se había puesto a fumar marihuana como si nada y no había respetado que él estuviera allí, imagínese usted. Mi papá era así, muy formal y exigente, y todos nos reímos y él se puso como una tatacoa, diciendo que en su época de México las cosas no eran así. Yo le dije que se calmara pues la Lupe era la reina del Wabbot, y Billy me corrigió diciéndome que no, que era del guaguancó, y yo me sonrojé por la metida de pata y agarrando aplomo le dije que sí, ya ves papá, es famosa, es nada menos que la Lupe, la reina del guaguancó.
Y cuando la Lupe apareció en el escenario del Liborio se formó tremendo escándalo. Todo el mundo se puso de pie chiflando y le gritaba la Yiyiyi, ya llegó la Yoli, la reina del guaguancó, que viva la Lupe, y la Lupe se zafó, así nomás, caballero, la Lupe se solló y empezó a cantar con esa voz triste y estridente una canción tras otra llenas de gemidos, ayayayayay, y la gente gritaba y saltaba enloquecida, y el moño gigantesco de la Lupe se le fue cayendo como si lo tumbara un terremoto y con cada torcida y golpe de cuello las mechas se le soltaban en cascadas, dándose palmadas violentas en los muslos, y con cada uno de esos golpes el Liborio soltaba un estruendo, y los ojos de la Lupe le brillaban, parecían dos tizones de fogata, grandes, gigantescos, hermosísimos, hasta que la perseguidora la fijó en su sitio y los ojos se le pusieron límpidos y acuosos, de una transparencia insólita, y el público se fue callando poco a poco y la Lupe se lanzó en un lamento interminable, “con el llanto de tus ojos y las manos sin destino te vi partir”, el rostro se le fue enrojeciendo y las lágrimas comenzaron a rodarle, “destino cruel que así mató todo el amor que nos unió”, era el adiós de la Yiyiyi que se apoderaba del Liborio, “aaaaaaay, adiós, que triste fue el adiós, que nos dejó partir ya sin voz de llorar”, y todos llorábamos porque pensábamos en alguien que se nos iba, “partir fue regresar a mí al escuchar tu voz sin tenerte a ti”, y el cuerpo de la Lupe temblaba con cada grito perentorio, cada sílaba alargada que nos cortaba los suspiros, “quién fueeeee que así mató nuestro destino sin razón”, y el público enardecido golpeteaba las mesas y brindaba, “por qué vivir asiiiií, por qué tanto dolor”, y ya la Lupe se viene despidiendo, “aaay, adiós, que triste fue el adiós, amor” y la seguidora la busca temblorosa e insegura, “qué enorme soledad”, murmura, “me quedó sin ti. ¡Ay!”
Mi papá seguía furibundo, aunque a nosotros ya nos tenía sin cuidado, y nos fuimos contentos a dormir porque esa noche habíamos compartido camerino con la Lupe, la reina del guaguancó.
Nueva York, 29 de abril de 2002
Copyright © 2002, 2013, 2021 Miguel Falquez-Certain
Originalmente publicado en Víacuarenta. Revista de Investigación, Arte y Cultura, No. 8, primer semestre de 2002, Barranquilla, Colombia, y reproducido en muchas otras publicaciones.
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